Big Red Mouse Pointer

sábado, 23 de febrero de 2013

NH2: Capítulo 001 - Prólogo

PRÓLOGO

GÉNESIS DEL APOCALIPSIS PARTE 1

La primera gota de lluvia cayó sobre la tierra desprendiendo un vapor blanquecino que no tardó en desaparecer entre las fuertes corrientes de viento. El cielo oscurecido por las nubes de toxicidad y radiación comenzó su llanto ácido, fruto de la naturaleza marchita de aquel lugar. Las montañas, antes verdes y frondosas, habían quedado reducidas a un páramo de madera y suelo quemado. La fauna local hacía largo tiempo que había muerto o emigrado. Pálidos y desgastados huesos adornaban la tierra aquí y allá, como un recordatorio permanente de los peligros que asolaban la inhóspita región.

Aquel lugar no tenía la culpa de su maltrecho estado. Las bombas habían explotado a cientos de kilómetros de allí, pero el traicionero viento se había encargado de transportar la muerte entre sus nubes. La antaña espléndida vegetación que cubría la tierra había pasado a formar parte del pasado. La radiación había llegado al agua, contaminando pozos, estanques, lagos y mares. Con los rayos del sol bloqueados en la atmósfera y su principal recurso de vida envenenado, toda especie vegetal no tardó en desaparecer. Poco después los animales comenzaron a perecer en grandes números, ignorantes del motivo de su propia extinción. No fueron pocos los que siguiendo su instinto, abandonaron el ecosistema moribundo en busca de un nuevo hogar. Pocos llegaron a conseguirlo. La mayoría no duraron ni una semana. 

Ya no quedaba nada con vida en aquel lugar, al menos no en el término clásico de la palabra. Los últimos años se habían encargado de moldear radicalmente el concepto hasta límites insospechados. Pues atravesando el laberinto de árboles caídos y los suelos fracturados por la erosión cubiertos de ceniza, en mitad de aquella tormenta ácida, los muertos avanzaban en manada. 

Todos diferentes, y a la vez, iguales los unos a otros. Hombres y mujeres, niños y ancianos. Ninguno destacaba entre los demás. Era una única masa de carne muerta avanzando al unísono. Y a ninguno parecía importarle. Apenas tenían consciencia de sí mismos. Los impulsaba algo tan antiguo como la vida misma. El instinto y la necesidad de alimentarse. 

La lluvia tóxica bañaba sus cuerpos descompuestos con total impunidad. La carne putrefacta se desprendía, dejando entrever trozos de pálido hueso entre la maraña de tripas y heridas que cada uno de ellos presentaba. Y sin embargo ninguno mostraba interés alguno en protegerse de aquel baño letal. Su atención estaba concentrada en un punto perdido en la lejanía, más allá de la capacidad de observación que cualquiera de ellos hubiera presentado en vida.

Pero los muertos no necesitaban ver. No necesitaban nada en realidad. Eran incapaces de morir de hambre, y aunque sintieran el implacable impulso de devorar toda vida que encontrasen, su sistema digestivo jamás mostraría el más mínimo signo de funcionamiento. Toda comida ingerida pasaría a almacenarse en el interior de su estómago inútilmente, hasta que las paredes de éste no resistieran más y acabasen reventando. Y ni siquiera entonces los muertos dejarían de comer. Su instinto de alimentación estaba escrito a nivel celular en cada uno de los recovecos de su cerebro muerto. Sólo destruyéndolo se podía detenerlos. 

Desde la cima del templo en ruinas, a varios kilómetros de distancia, bajo la protección del techo de plástico situado entre cuatro firmes mástiles, la doctora Schaefer sabía que el tiempo se les estaba acabando.

Ataviada con un guardapolvo y un pañuelo que cubría la mitad inferior de su rostro, la arqueóloga daba el aspecto clásico de forajido de los spaghetti western. Uno de sus ayudantes más jóvenes había bromeado sobre ello durante una de las cenas y ella se había reído, feliz de que una simple prenda pudiera causar tanta diversión en aquellos tiempos. Cualquier risa sonaba tan fuera de lugar en los días que vivían que Laura Schaefer no dudaba en valorarlas como un tesoro.

La mujer se colocó el pelo dorado detrás de la oreja y volvió a mirar a través de sus binoculares. Los infinitos rostros de la muerte le devolvieron la mirada desde la distancia. Laura sabía que no era cierto, que únicamente era su imaginación, pero no podía evitar pensarlo. Aquellos ojos blanquecinos y apagados parecían observar en todas direcciones. Su gélida mirada atravesaba el alma de los vivos sin compasión alguna. Aquella espantosa visión había sido la última de millones de personas durante el holocausto. 

Laura contaba cientos de ellos, y todos se dirigían hacia el templo. De algún modo los habían descubierto. Ese maldito e inexplicable sexto sentido que parecían poseer para encontrarles siempre allá donde estuvieran. Quizá fuera la propia excavación la que los había atraído… Era una de las muchas teorías de Laura, pero no tenía forma de saberlo con seguridad.

Durante meses habían mantenido a raya a los pocos que conseguían llegar hasta ellos a través del vasto yermo. Pequeño grupos nunca superiores a una veintena que podían controlar con facilidad. Pero aquella manada era algo completamente distinto. Demasiado numerosa para su equipo. Si mantenían aquel ritmo, cosa que siempre hacían, los muertos habrían alcanzado el perímetro del templo en pocas horas. Podían ser engañosamente rápidos cuando la situación lo requería. Las trampas que habían situado en el terreno sólo podrían detener a unos pocos. Simples gotas de agua en aquel mar de muerte.

En ese momento, uno de sus ayudantes subió por la escalerilla envuelto en un chubasquero negro que se agitaba violentamente a consecuencia del viento. El joven tuvo que gritar para hacerse oír por encima del clima:

–¡Doctora Schaefer, hemos abierto camino! ¡El profesor Collins la está esperando! –dijo con una expresión sonriente.

Laura asintió con la cabeza y desvió la mirada una vez más hacia las arrasadas montañas, preguntándose si aún estaban a tiempo de conseguirlo. La muralla exterior había desaparecido tras cinco mil años a la intemperie y apenas quedaban unos escasos pedazos de roca de la parte interna que indicaran que en aquel lugar se hubiera erigido una gruesa pared de piedra siglos atrás. La pobre empalizada que habían levantado para intentar reconstruir sus defensas no soportaría la carga de aquel enjambre de muertos.

Su mejor ventaja era la disposición elevada del terreno. Los muertos no eran buenos escaladores, y les costaría un tiempo alcanzar la entrada del templo. Su equipo podía dificultarles el ascenso durante un tiempo, pero tarde o temprano, los muertos llegarían hasta ellos. Y entonces sería el fin.

–Gracias Timothy. Ahora necesito que me hagas un favor –dijo acercándose a su joven ayudante–. Dirígete a la sala de radio y envía un mensaje a Hope Castle. Infórmales de los progresos y solicita un equipo de rescate de inmediato. Debemos evacuar el templo. ¿Entendido? 

–Sí doctora –respondió el joven rápidamente antes de preguntar–. ¿Estamos en apuros?

Laura le dedicó su sonrisa más amable y respondió con total sinceridad:

–Siempre estamos en apuros Timothy. Pero eso nunca nos ha impedido lograr nuestros objetivos, ¿verdad? Apresúrate y haz lo que te he pedido.

Su ayudante sonrió y desapareció por la escalerilla sin decir nada más. Era un buen chico. De ésos que habrían tenido un futuro próspero asegurado si el mundo no se hubiera desintegrado en medio de una cruenta guerra entre vivos y muertos. Una guerra a la que su investigación pretendía poner fin.

Laura se apresuro y corrió hacia los niveles subterráneos. Durante el camino se maravilló, y no por primera vez, de la belleza y disposición de las estancias de tan asombrosa arquitectura. Los sumerios habían construido aquella imponente edificación que había resistido orgullosamente el paso de los años durante cinco milenios. Las paredes estaban llenas de representaciones donde el tema principal era la veneración de los sumerios hacia sus todopoderosos dioses, creadores del mundo y la humanidad. Había una amplia variedad de ritos, tradiciones y costumbres grabados en la vieja piedra con un arte ancestral. 

La historia de aquella civilización había cautivado a Laura desde su época como adolescente, treinta años atrás. Y desde entonces, se había empeñado en aprender todo lo que pudiera sobre los sumerios hasta llegar a convertirse en una auténtica eminencia en la materia. Había dado un centenar de conferencias a lo largo y ancho del mundo. Había escrito docenas de tesis aportando nuevas informaciones y teorías sobre su cultura, ganándose un puesto reconocido entre sus colegas de profesión tras años de duro esfuerzo y trabajo.

Pero ni en sus sueños más absurdos hubiera llegado a imaginarse embarcando en aquella búsqueda tan desesperada. Después de que el mundo entero se sumiera en la oscuridad y la muerte, nunca pensó que sus conocimientos podrían ser la clave para traer de nuevo la paz al mundo. Toda su vida parecía haber estado destinada a llevarla hasta allí. A las entrañas de aquel templo sumerio situado en mitad de Oriente Medio, a menos de cien kilómetros de uno de los puntos calientes del planeta moribundo. Todo para llegar al descubrimiento más importante de la historia de la humanidad y del planeta entero, que significaría el final de los muertos sobre la tierra.

Tanto esfuerzo, sudor, lágrimas y sangre habrían servido por fin para algo. Y las personas como Timothy podrían aspirar a una vida que merecieran, en lugar de la que les había tocado vivir. Todo se arreglaría y las cosas volverían a su cauce mientras el mundo se reconstruía tras superar el apocalipsis.

Aquella idea albergaba todas sus esperanzas puestas en la operación. Salvar el mundo. ¿Acaso existía una misión más importante?

Dobló la esquina y se topó con una multitud de jóvenes entusiasmados que empezaron a aplaudir ante su presencia. Sin perder tiempo, avanzó entre los vítores de sus ayudantes y amigos hasta llegar frente al profesor Collins, el cual sonreía felizmente a pesar de estar cubierto de polvo por completo de los pies a la cabeza. 

–¡Lo hemos conseguido, doctora Schaefer! Hemos despejado el paso hacia la cámara funeraria.

La mujer inclinó la cabeza a un lado para contemplar los restos de cascotes y escombros que había por todas partes. Entre aquellas nuevas y humeantes ruinas se distinguía un estrecho paso que descendía hacia la oscuridad más espesa. Un camino secreto que les llevaría hasta lo más profundo del templo y a su única esperanza de salvación. 

–Aunque lamento profundamente que hayamos tenido que hacer uso de los explosivos. Hemos destruido una pared de cinco mil años de antigüedad y ni siquiera hemos tenido tiempo para estudiar sus grabados… –añadió con pesar.

Laura le apartó amablemente con la mano para ver mejor el acceso que habían despejado. El aire que provenía de aquel túnel estaba enrarecido con un olor antiguo con el que jamás se había encontrado antes en sus expediciones. Ocultos durante cinco mil años, los secretos del templo y los antiguos sumerios serían finalmente suyos.

–Era un mal necesario profesor. Además dudo mucho que los antiguos inquilinos vengan a reclamar los destrozos causados.

La doctora cogió la linterna de su pantalón y la encendió para descubrir un profundo túnel que descendía hasta donde la vista se perdía. Collins se acercó a ella y bajó el tono de voz para que los demás no pudieran oírlos.

–Sé que estamos cerca Laura, pero esas cosas también lo están. Si consiguen llegar al templo, nada de lo que hayamos conseguido aquí valdrá para nada. Estos chicos no son soldados. No resistiremos el ataque de un grupo tan numeroso. 

–¿Y qué sugieres, Arthur? –preguntó Laura mirándolo fijamente. 

–Retirarnos –respondió rápidamente. A Laura no le costó darse cuenta de la evidente preparación previa implícita en el discurso de Collins. Sabía que el profesor había albergado gran cantidad de dudas sobre la excavación y no había dudado a la hora de oponerse abiertamente a la retirada de las tropas–. Tenemos que abandonar el templo hasta que lleguen refuerzos de Hope Castle. Cogemos lo imprescindible y avanzamos en dirección contraria a la horda de muertos. Cuando los soldados lleguen recuperaremos el lugar y lo que sea que haya ahí abajo. Las bajas serán inferiores a las que tendremos si esas cosas llegan hasta aquí.

Laura negó con la cabeza casi al instante.

–¿Pretendes que arrastremos a estos chicos a través del yermo radioactivo? Los muertos no son la única amenaza ahí fuera, Arthur. Sólo el terreno ya es una trampa mortal. No están preparados. 

–Cualquier opción es mejor que quedarnos aquí y dejar que nos masacren. Si no hubieras insistido en prescindir del helicóptero al menos tendríamos una vía de escape.

Cualquier atisbo de simpatía desapareció de la expresión de Laura tras aquel comentario. Un helicóptero era un recurso demasiado valioso en aquellos tiempos. Si hubiera permitido que lo dejaran en el templo, la climatología lo habría dejado para el arrastre, mientras que los hombres y mujeres de Hope Castle podían darle un auténtico uso además del mantenimiento adecuado. Collins no entendía eso. No comprendía que cada recurso del que disponían era limitado. Los repuestos no durarían eternamente. 

El amplio terreno llano situaba al templo en una posición estratégica desde donde poder divisar las amenazas con tiempo suficiente para avisar a Hope Castle. Por ese motivo había decidido prescindir del helicóptero y del destacamento armado que había sugerido para proteger el templo. Hubiera sido un desperdicio de hombres y recursos. 

El equipo de rescate no tardaría en llegar tras el aviso. Collins solo estaba asustado ante la visión del enjambre de muertos. Estar un año alejado de las grandes concentraciones le había ablandado. 

Sin embargo Laura no podía permitirse una discusión delante de los jóvenes, por lo que decidió acabar con el tema de raíz y sin dejar de mantener un tono neutro en todo momento. Lo último que quería era poner más nerviosos a los chicos.

–Soy la responsable de esta excavación profesor. Y este grupo de voluntarios está bajo mis órdenes. No necesito que apoyes mis decisiones, pero mientras sigas aquí, seguirás mis instrucciones. ¿Está claro?

Collins se cruzó de brazos y su mandíbula formó una sonrisa nada amistosa. 

–Sabes tan bien como yo que la única razón por la que diriges esta excavación se debe al hombre con el que compartes cama. Así que guárdate tu arrogancia para otros –Laura se vio obligada a contener su mano mientras dejaba que el profesor le diera la espalda y alzara los brazos hacia los estudiantes–. ¡Muy bien muchachos! ¡Llegó la hora! ¡Todos sabéis lo que hay que hacer!

Una potente afirmación unísona cobró repentina vida en mitad del pasillo. Se les veía nerviosos y exaltados, pero parecían preparados para lo que vendría a continuación. Collins se giró hacia ella y la dedicó una última mirada cargada de desprecio.

–Adelante doctora. Todos la apoyamos…

GÉNESIS DEL APOCALIPSIS PARTE 2

La aeronave de transporte atravesaba los cielos negros por encima de las nubes cargadas de muerte, dejando a su paso un camino luminoso grabado por sus propulsores. El piloto conocía bien los peligros de la exposición prolongada a la lluvia ácida, y siempre que tuviera opción, se mantendría alejado de ella. 

La corrosión de los vehículos era un problema diario que se veían obligados a afrontar con lo poco que tenían. Cubiertas de plástico polarizadas, aleaciones especiales, recubrimientos caseros… Cada día disponían de menos material con el que proteger lo único que les separaba de la Edad Media. No resultaba sencillo mantener toda aquella tecnología, y de perderla, sus opciones de supervivencia disminuirían hasta los niveles más ínfimos.

Muy por debajo de la aeronave, el suelo estaba cubierto por lagunas ácidas creadas por el clima y la erosión de la tierra. Cualquier vestigio de vegetación había desaparecido y únicamente quedaban los huesos calcinados de los seres vivos que habían habitado la zona mucho tiempo atrás. Ahora era un páramo arrasado por el clima y la toxicidad del aire. La radiación había consumido por completo la vida y se había adherido al ecosistema. Pasarían cientos de generaciones, tal vez miles, para que la vida volviera a brotar en aquella región.

En la línea del horizonte se alzaban las permanentes y aterradoras columnas de humo como huracanes negros. Cuando el mundo entero se derrumbó y la guerra comenzó a abrirse paso por el continente, los jeques del petróleo, obligados a abandonar la comodidad de sus lujosos áticos y escapar hacia la protección que les otorgaban sus residencias del Pacífico, se aseguraron de que nadie se apoderara de la fuente de su riqueza en un último gesto de egoísmo y estupidez humana. 

Aquellos pozos de petróleo hubieran representado una fuente de combustible prácticamente inagotable para los escasos reductos humanos que sobrevivían en la región. En cambio, habían quedado convertidos en gigantescas hogueras que arderían durante años sin que nadie pudiera beneficiarse de sus valiosas propiedades. 

Cobijados bajo la protección que les otorgaban sus islas privadas del Pacífico, aquellos hombres sin duda estarían satisfechos de su decisión. Eso si los rumores sobre el ascenso del nivel del mar fueran erróneos y sus ostentosas mansiones no hubieran desaparecido bajo las aguas del furioso océano contaminado.

En la zona de carga de la aeronave, sentado entre una veintena de hombres y mujeres fuertemente armados, el comandante James “Jericho” Schaefer, pensaba en lo que habría sido de aquellos arrogantes millonarios. No le costaba imaginárselos flotando entre las olas mientras se aferraban inútilmente a sus maletines de cuero negro repletos de billetes.

El dinero ya no significaba nada. Una simple cantimplora de agua era incalculablemente más valiosa en el nuevo mundo. Y eso era algo que a muchos les costaba aceptar, hasta el punto de arriesgar la vida por los valores de una época extinta. Durante una incursión habían estado a punto de perder a uno de los novatos por culpa de aquella mentalidad obsoleta. Aquel hombre, embriagado por la sed de dinero, había abandonado su posición y se había adentrado en la cámara de seguridad del banco cercano. El muy estúpido se había encontrado una treintena de cadáveres vagando entre montañas de dinero. Si no hubiera sido por sus compañeros de escuadra, el novato habría acabado sus días en una tumba millonaria con sus tripas repletas de billetes de cien. 

Había entregado el uniforme aquel mismo día y ahora estaba fregando las letrinas del barracón en Hope Castle. No necesitaban hombres como él en los Tercios, sino guerreros dispuestos a hacer lo que fuera por asegurar la supervivencia del grupo. Obedecer las órdenes y protegerse los unos a otros era la máxima del equipo.

Cualquier imbécil podía coger un arma y abrir un agujero en el cerebro podrido de un zeta, pero los Tercios estaban formados por un nuevo tipo de soldados, adaptados a los nuevos tiempos. Schaefer había sido de los primeros en darse cuenta de que las modernas estrategias bélicas no servían de nada contra los muertos.

Durante los primeros grandes enfrentamientos que se habían desarrollado para recuperar las ciudades perdidas, cientos de miles de soldados habían perecido. El jodido Sun Tzu jamás se habría planteado un enemigo sin miedo ni moral, incansable, y sin vías de suministros que poder cortar. Los muertos vivientes eran infinitos. Luchaban hasta morir y jamás retrocedían. Su estrategia era tan básica como la de una infección vírica. Se extendían y consumían todo a su paso sin excepción. 

Nadie creería que un regimiento de tanques pudiera ser derrotado por una masa de cadáveres putrefactos sin cerebro, pero había sucedido. El inmenso terror de ver un ejército interminable de esos cabrones delante de ti había resultado ser un arma más eficaz que cualquier cañón. La protección blindada de los vehículos únicamente sirvió para volver locos a sus ocupantes al verse totalmente rodeados, sin posibilidad de escapatoria. Los tanques habían acabado literalmente sepultados bajo el peso de miles de cadáveres. El olor, los gemidos, la oscuridad y el miedo habían hecho lo demás. La mayoría no había tardado ni tres horas en suicidarse, e incluso hubo algunos casos en los que, desesperados, aquellos pobres diablos abrieron las escotillas de sus tanques y se lanzaron al mar de muertos en busca de su final.

¿Cómo derrotar a un enemigo que jamás retrocedía, que luchaba hasta el último de sus efectivos y que por cada baja que causaba, aumentaba sus filas? 

Sencillamente no se podía.

El comandante se había percatado de ello cuando los ataques y bombardeos selectivos de las fuerzas aéreas no causaron tanto daño como se había previsto. El porqué era evidente. Los muertos no respondían ante ninguna lógica o emoción humana. La visión de miles de sus compañeros siendo pasto de las llamas no causaba el más mínimo efecto psicológico en ellos, y cuando la base de cualquier guerra consiste en convencer a tu enemigo para que se rinda o retroceda, cualquier ataque se vuelve fallido. 

En cambio, los seres humanos habían vuelto a conocer el auténtico miedo. Batallones enteros se habían retirado del combate ante la simple presencia del infinito ejército de muertos. No había victoria posible, al menos no con las tácticas que estaban empleando bajo las órdenes de los dirigentes políticos. 

Schaefer había ido seleccionado en secreto y con mucha discreción a todos los soldados leales bajo su mando, y aprovechando una de las operaciones que hubiera acabado inevitablemente en derrota, había desertado con ellos. Más de un millar de valerosos soldados le había acompañado, junto a sus familias, en busca de un nuevo lugar al que llamar hogar. Una fortaleza desde la que sobrevivir al nuevo mundo. Los altos mandos ni siquiera tuvieron fuerzas para buscarles y obligarles a regresar. Habían perdido la guerra de antemano por culpa de sus inútiles esfuerzos por recuperar las ciudades infectadas.

El momento de la deserción había resultado vital para la supervivencia de sus tropas. La tensión entre las naciones había llegado a un nuevo punto crítico cuando, desesperados por proteger sus fronteras de la infección, los chinos utilizaron su arsenal nuclear para borrar del mapa a sus países vecinos, lo que representó el punto de ruptura que todo el mundo había estado esperando desde el inicio de la Guerra Fría.

Cada potencia nuclear desató su arsenal militar contra todo aquello que representara una amenaza potencial para sus fronteras, incluidos países enemigos y aliados. En el intervalo de unas horas, se atacaron unos a otros, respondiendo ante cientos de ataques indiscriminados que en menos de veinticuatro horas acabaron por borrar cualquier rastro de civilización en las ciudades más importantes del planeta. 

Los escudos y baterías de defensa no pudieron detener el infierno de misiles que se lanzaron durante el holocausto. EEUU, China, Rusia, Europa… Todas desaparecieron de la noche a la mañana en el fuego nuclear. Los millones de muertos dejaron las defensas de cada nación destruidas y a la población superviviente al borde de la más completa aniquilación. Fue en aquel preciso instante, cuando los muertos avanzaron. 

Sin nada ni nadie que pudiera detenerlos, aquellos seres penetraron en las ciudades sin ninguna resistencia. El fuego de las explosiones había aniquilado a cientos de miles de los suyos, pero la radiación, que causó más bajas entre los humanos que las propias bombas, resultó no tener efecto alguno sobre ellos. En cambio los supervivientes se encontraron ante una nueva amenaza. Cadáveres cubiertos por la radiación letal se arrastraban hacia ellos, tan imparables como tóxicos. La simple proximidad llegaba a resultar mortal en numerosos casos. El comandante los había contemplado desde la distancia en escasas ocasiones. Cuerpos putrefactos resplandecientes en la oscuridad, envueltos en un halo verdoso de muerte. Una visión sacada del mismísimo infierno. 

De ese modo la civilización humana llegó a su fin. Las zonas de radiación mortal se clasificaron como puntos calientes y cualquier ser humano que valorase su vida las evitaba como la peste. El invierno nuclear no tardó en llevarse a más de la mitad de los supervivientes del holocausto. Congelados y hambrientos, perdidos en un mar de radiación y castigados por las inclemencias del clima, millones perecieron durante el primer año. 

Según sus propias estimaciones, Schaefer no creía que en aquel momento hubiera más de medio millón de seres humanos vivos en el planeta. Las transmisiones de radio habían desaparecido casi por completo. Habían dejado de tener noticias de Anchorage y al margen de algunas transmisiones interceptadas entre pequeños grupos sin interés, llevaban meses sin localizar ningún asentamiento.

En cambio cada vez abundaban más los informes sobre las grandes concentraciones de muertos que avanzaban por el yermo. Los zetas, al igual que ellos, buscaban supervivientes. Las ruinosas ciudades contaminadas de radiación acabaron con todos los humanos que quedasen escondidos. Se acercaba el momento que tanto habían temido. El imparable éxodo de los muertos fuera de las ciudades. En apenas unos meses ya no existirían zonas que pudieran considerarse seguras, y los muertos se extenderían por las zonas áridas y desiertas, cerrando el cerco en torno a ellos.

Eso mismo le dijo a Laura cuando acudió a su despacho solicitando un transporte para llevarla junto a su equipo al templo sumerio, a más de trescientos kilómetros de la seguridad de los muros de Hope Castle. Schaefer conocía perfectamente la importancia de su investigación, pero no podía prescindir de tropas ni transportes que pudieran protegerlos en caso de ataque. La gente de Hope Castle necesitaba diariamente una enorme cantidad de recursos que cada día escaseaban más. Las misiones de incursión empezaban a resultar poco efectivas. Ya casi no quedaba nada que pudieran utilizar en las cercanías. En pocas semanas se vería obligado a enviar equipos a regiones remotas en busca de suministros. 

Laura estaba al tanto de aquella penosa situación, y pese a ello había decidido correr el riesgo. No le había extrañado, siempre había sido una temeraria. Lo sabía desde mucho antes de casarse con ella, cuando aún eran jóvenes y no les importaba colarse durante la noche en la piscina privada del viejo Travis Marshall cuando éste dormía. Pero aquello era distinto. Ya no era críos, y el castigo no se limitaría a una simple llamada de atención. Hope Castle representaba una esperanza para sus ciudadanos, y Laura, la suya propia. Schaefer no podía, o más bien no quería, imaginar un mundo sin ella. 

–Tenemos contacto visual con el templo, comandante. Recibo lecturas de un enjambre a menos de dos mil metros de la entrada principal –informó el piloto a través del transmisor de su oído.

Eran buenas noticias. Los muertos aún no habían alcanzado el templo. El perímetro aún estaba intacto.

–Recibido. Contacte con el templo e infórmeles de nuestra llegada. Que todo el mundo se dirija al punto de encuentro para una extracción rápida. Descienda sobre las coordenadas de salto cuando esté listo.

El piloto confirmó la orden y se puso a ello. Jericho levantó la cabeza de su asiento y se tomó un instante para observar a los hombres y mujeres que le acompañaban. Cada uno de ellos había sido curtido por años de terror y sufrimiento, más allá de lo que cualquier entrenamiento militar hubiera podido prever. No podía pedir tropas mejores a su lado.

Sentado frente a él, en la otra hilera de asientos, un hombre de tez morena con la cabeza rapada y un frondoso bigote, revisaba una vez más el mapa geográfico del complejo. El teniente Falcon era conocido por su perseverancia y dedicación a la hora de plantear y desarrollar estrategias para llevar a cabo las operaciones bajo su mando. Al igual que Schaefer, el teniente seguía la máxima militar de que cualquier plan de combate no sobrevivía al contacto con el enemigo, y debido a eso se había convertido en un genio de la improvisación y la logística del campo de batalla. Un oficial insustituible. 

–Falcon, prepare a las tropas –le dijo a través del canal privado que compartían.

Su primer oficial guardó los planos y se puso en pie de inmediato, llamando la atención de todas las cabezas que giraron en su dirección. Falcon era el soldado más leal y eficaz que Jericho había tenido bajo su mando. Nunca fracasaba en su cometido. Dirigía a sus hombres con mano de hierro, pero justamente, y no existía nadie en Hope Castle que no sintiera respeto y admiración por él.

Había sido sargento durante más de una década hasta que los innumerables informes y reconocimientos sobre sus éxitos le valieron un puesto que no quería en la academia de oficiales. Pero Falcon era demasiado disciplinado para ignorar las órdenes y recomendaciones de sus superiores, y acabó de teniente en las fuerzas especiales un año antes del holocausto.

Falcon era una pieza fundamental dentro del pequeño ejército de Schaefer. Un valioso engranaje de la cadena que conectaba todo el aparato bélico bajo sus órdenes hasta volverlo eficiente. Sin él, la conexión entre su mando y los soldados perdería gran parte de su fuerza. Había sido el propio Falcon el que había sugerido el nuevo adiestramiento de los soldados de Hope Castle. Durante meses, juntos habían logrado desarrollar toda una estrategia de combate diseñada para confrontar las nuevas amenazas de aquel miserable mundo. Cada punto del nuevo reglamento de combate se había visto afectado por la experiencia que les habían otorgado los años de guerra contra los muertos, y con la práctica, los soldados se habían convertido en una imparable fuerza de combate. Los Tercios, las fuerzas especiales de asalto de Hope Castle. La élite de su ejército.

–¡Muy bien Tercios! ¡Ésta es la situación! –vociferó Falcon con voz autoritaria para que todos pudieran oírlo por encima de los motores de la aeronave–. ¡Tenemos a nuestra gente atrapada ahí abajo! ¡Vamos a sacarlos! ¡Alejaremos al grueso principal del enjambre de la entrada del templo con una distracción! ¡El regimiento accederá al interior del templo y evacuará al personal! ¡El punto de extracción está situado en la parte posterior de la estructura! ¡Quiero que cada uno de vosotros cumpla con su obligación, de manera rápida y eficaz! ¡El equipo que lleváis es irremplazable, así que más os vale que vuestros culos estén pegados al asiento cuando volvamos! ¿¡Me habéis entendido!?

–¡¡ENTENDIDO SEÑOR!! –respondieron al unísono los hombres y mujeres del regimiento como una única y feroz voz.

–¡Preparad armas y equipo! ¡Tenéis dos minutos! –añadió antes de empezar a recorrer el compartimiento de carga para la inspección rutinaria.

El teniente sabía que no encontraría nada fuera de lugar, pero la rutina era buena para la moral de los soldados. El comandante Schaefer se encontraba revisando sus propias armas cuando el piloto volvió a ponerse en contacto con él.

–Treinta segundos para la zona de salto, comandante. No obtengo respuesta del templo. Puede que el clima esté interfiriendo con la señal. 

–No importa –respondió Schaefer casi al instante–, seguiremos con el plan establecido. Probablemente estén atrincherados en el interior del templo y el grosor de las paredes bloquee la señal. Falcon, despliegue al equipo de distracción. ¡Ahora!

El teniente asintió y se aproximó a las tres figuras enmascaradas que compartían los asientos más cercanos a la compuerta de salida. Un simple gesto de cabeza del teniente bastó para ponerlas en pie mientras el piloto abría la compuerta posterior de la aeronave, dejando que una ráfaga de aire helado y húmedo entrara en el compartimiento.

–¡Tenéis vuestras órdenes! –recordó Falcon sin inmutarse por la ventisca que golpeaba su rostro–. ¡En cuanto piséis el suelo quiero ver un despliegue de los que hacen historia! ¡Atraed su atención y manteneos en movimiento! ¡No quiero estupideces! ¡Esto no es una operación de exterminio, señoritas!

Las mujeres sonrieron bajo sus máscaras de oxígeno y se desprendieron de sus abrigos, dejando al descubierto sus estilizadas figuras envueltas en ajustados trajes nanotecnológicos. Circuitos y tejidos inteligentes se fusionaban en un material compacto ultrarresistente que convertía a sus ocupantes en complejas e inestimables armas de destrucción masiva. 

Contar con aquellas mujeres suponía toda una ventaja. Durante el primer año del apocalipsis, había dado la orden de asaltar los centros de investigación y desarrollo militar de todo el país en busca de armamento y tecnología que les ayudase en su lucha contra los muertos. El resultado no había sido tan óptimo como habían esperado en un principio, pero en su lugar, dieron con tres prototipos de trajes de combate, diseñados con los últimos avances en nanotecnología. Aquel descubrimiento ya había sido todo un éxito, pero el hecho de encontrar en la misma base a las tres pilotos encargadas de probar los trajes, había sido todo un milagro.

Alecto, Megera y Tisífone. Las antiguas Furias de la mitología, como las había bautizado el resto del regimiento. Aquellas tres mujeres representaban la mayor capacidad destructiva que la tecnología del viejo mundo podía ofrecerles.

La luz del compartimiento de carga se tornó verde y Falcon dio la orden de saltar. Una tras otra, las tres Furias saltaron por la compuerta posterior de la aeronave y se sumergieron en la tempestad ácida del yermo. El viento y la lluvia golpearon y balancearon sus cuerpos hasta el punto de hacerlas perder el control de la caída. Pero aquellas mujeres estaban bien adiestradas y pronto recuperaron la trayectoria original. Cuando llegaron a la altitud óptima que mostraban sus relojes, abrieron brazos y piernas y extendieron las membranas de sus trajes, logrando frenar la velocidad de caída en gran medida.

Como tres meteoros imparables y furiosos que descendían bajo el cielo negro, las Furias llegaron a tierra y rodaron sobre el suelo habilidosamente antes de retraer las membranas de sus respectivos trajes. Frente a ellas avanzaba el ejército de cadáveres, alarmado ante la repentina llegada de las tres mujeres.

Durante un segundo se miraron las unas a las otras, antes de empezar a correr en diferentes direcciones. La distracción sería más efectiva cuantos más cadáveres atrajeran. Falcon les había recordado que no era una operación de exterminio, pero eso no significaba que tuvieran que evitar cualquier enfrentamiento.

Alejándose de su posición y volando a escasa altura, la aeronave se dirigía a toda velocidad hacia la entrada del templo. Uno de los Tercios repartía las pastillas anti-radiación entre sus compañeros. Se había convertido en una especie de rito entre los soldados, y los pocos científicos de los que disponían en Hope Castle aseguraban que la ingestión de aquellos medicamentos reduciría los efectos de la exposición prolongada. 

El comandante se tragó la pastilla sin poder evitar pensar en el elevado número de personas que presentaban síntomas de la exposición prolongada a la radiación. Dos de cada tres estaban destinados a desarrollar un cáncer que les sería mortal sin los tratamientos adecuados. Siete de cada diez presentaban fatiga, náuseas, deshidratación, pérdida de cabello y quemaduras en la piel... Y había otra docena de síntomas que empezaban a aparecer con mayor frecuencia entre la población.

Habían perdido a más personas durante los últimos meses por culpa de la maldita exposición que de los muertos.

No había medicamentos para todos, y la mayoría solían reservarse para las tropas que operaban fuera de Hope Castle. Era un mal necesario para asegurar la supervivencia. Serían pocos los soldados que se atrevieran a aventurarse en el yermo sin más protección que la de sus camisas.

–Zona de despliegue despejada, comandante –informó el piloto antes de abrir nuevamente la compuerta posterior de la aeronave.

Schaefer se unió a Falcon en la cabeza del grupo y ambos soldados se miraron mutuamente durante unos instantes mientras la nave se acercaba al suelo.

–Es la hora, señor. ¿Cree realmente que hayan encontrado algo ahí abajo? –preguntó con sinceridad su segundo al mando.

–No lo sé, Falcon. Pero por ahora es la única esperanza de poner fin a todo esto.

El piloto finalmente posó la aeronave sobre el suelo y el comandante saltó al polvoriento y desértico terreno, seguido de cerca por sus tropas.

Tanto si el equipo de excavación había encontrado lo que buscaba como si no, él estaba allí por Laura. Y pensaba llevarla de vuelta a casa.


#Kira

1 comentario:

  1. Que capitulo mas chido,nunca habbía visto un apocalipsis zombie tan apocaliptico como este,no tengo ni idea como superviviran los protas en este nuevo mundo.

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